Paradójicamente, su nuevo mundo no tenía nombre. Se extendía a lo largo de diez metros cuadrados que ardían ante el implacable furor de dos lunas en llamas. El norte, el sur, el este y el oeste se perdían en el infinito como insondables vacíos oscuros. Los viajeros eran cuatro hombres en edad madura. Cada uno permanecía tendido boca arriba en un vértice de aquel asteroide innombrado. Sus cuerpos, raquíticos, se consumían expuestos a la intemperie de ese astro celeste que los llevaba hacia el infinito. Hacía días que habían abandonado los planes de escape, suicido o eutanasia. Sin saberlo eran lo últimos reflejos vitales del planeta tierra.
El mundo ya no era. Luego de la destrucción atómica los cuatro habían despertado sobre ese asteroide en viaje hacia la nada. A pesar de que una extraña atmósfera los protegía, al cabo de unas semanas sus cuerpos cedieron ante el flagelo del hambre, la sed y la desesperanza. Tendidos boca arriba comenzaron a recordar sus vidas: soñaron con sus amores, sus mujeres y sus hijos. Sus cuerpos y sus mentes colapsaban ante la agonía de las palabras, los símbolos y las cosas. Al borde de sus fuerzas para el habla, los cuatro coincidieron en la necesidad de inventar un nuevo cosmos: imaginarían reinados y potestades espirituales; crearían al nuevo hombre. Éste caminaría sin fatiga las montañas y volaría con libertad los cielos; la Inteligencia y la torpeza serían en él virtudes igualmente entrañables. Su corazón no conocería el deseo de dominar a otros.
No lo sabían, pero se estaban convirtiendo en dioses.
Casi en el último suspiro dieron el paso que los hizo superior a todas las deidades: decidieron borrar de las almas de sus criaturas el sello de sus creadores. No pusieron condiciones. No decretaron paraísos, manzanas o serpientes. No instalaron la necesidad de sacrificios, hogueras o venganzas. No habría caos porque no existirían leyes. El nuevo hombre sería pleno porque había sido liberado en su primer hálito de vida.
Mientras el nuevo mundo empezaba el tránsito de su prehistoria, el asteroide agotaba su ciclo de vida y estallaba en mil fragmentos luminosos de colores. Los cuatro dioses morían y las nuevas criaturas construían sus propias vidas. Jamás sabrían de la existencia de sus creadores: no les construirían altares, no se someterían ni les suplicarían el perdón de sus pecados.
A los cuatro la muerte les llegó instantánea y serena. La vida los abandonó sonriente y habitó el universo por ellos creado. Ellos hicieron de su final un principio, un verbo encarnado.
Ellos no lo sabrían, nadie lo sabría.
Y... yo sospecho que algún nietzscheano buena onda se los habría hecho saber de algún modo u otro. Ji,ji.
ResponderEliminarJavier, antes de seguir, MUCHISISÍMAS GRACIAS por engendrar este espacio para todos nosotros. Gracias, sinceras por dedicarnos tu tiempo.
Muy bueno tu cuento. Construís unas metáforas -como diría un amigo- "de putísima madre". Ahora bien, me colgué con eso de "no había caos porque no existína las leyes". Hum.. no sé, me parece que habría discutirlo. Me late a lo del huevo y la gallina ¿vio...?. Abramos juego para que los demás "opinantes" nos socorran, que hay mucha tela p´cortar aquí. Salutes y gracias nuevamente por el blog. Vanesa Funes